Yo sí hago la diferencia

¡No hay nada que hacer!  ¿Para qué me esfuerzo si nada va cambiar?  ¡Ya lo he intentado antes y no ha dado resultado!  Estos comentarios ejemplifican una actitud derrotista ante la vida y que se da en las organizaciones.  El desaliento o escepticismo llevan a la persona a asumir una actitud pasiva y conformista ante una realidad adversa.

La visión negativa de sí mismo o el creer que uno no vale lo suficiente, lleva a la persona a tener una actitud de apatía y desaliento pues las circunstancias terminan teniendo más peso que la propia capacidad de cambio.    Algunas de las razones pueden ser el miedo a poner los dones al servicio de los demás – por el sacrificio que ello exige – o el miedo al rechazo y fracaso.  Esto lleva a asumir un papel “imperceptible” o “estar de más”  en la organización, cayendo en cierta inmovilidad para la acción; en vez de vivir cada día a plenitud, se opta por sobrevivir.  En un diálogo con participantes de una capacitación existían  expresiones de derrotismo en la cual expresaban que no podían ser influyentes en la cultura de su empresa y que todos estaban “destinados” a dejarse llevar el entorno.

Es fácil criticar una situación o ver la realidad “desde fuera” y no ser parte de la solución.  El trabajador que es proactivo, por el contrario, busca cambiar aquellos aspectos de la realidad que están bajo su influencia, en vez de fijar su mirada en lo que no depende de sí.   Para hacer la diferencia en el trabajo debemos saber quiénes somos – cuál es nuestra identidad – y la misión que tenemos. Si una persona tiene clara su misión en la vida, va a sacar de sí todo lo necesario para realizar en el trabajo ese aporte diferenciador que nadie más va a poder realizar.

Lo que puede aportar una persona desde sus dones y talentos son únicos.    La actitud derrotista no sólo le hace daño a la persona pues niega sus anhelos y capacidades, sino que perjudica a todos los que dependen de su fidelidad y coherencia.

 

 

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